Como casi todas las religiones, la vikinga confiaba en una vida después de la muerte. Ahora bien, no todos corrían el mismo destino. Los mejores guerreros caídos en batalla entraban en el Valhalla para acompañar a los dioses. Se pasaban el día luchando, curándose rápidamente después para participar en fastuosos banquetes por la noche.

No todos los vikingos muertos en combate iban al Valhalla, sino sólo la mitad, los más destacados. Según la mitología vikinga, el otro 50% iba a parar al Fólkvangr, la residencia de la diosa Freya. De igual manera, pelean de día y festejan de noche.

Por el contrario, aquellos que fallecían de causa natural iban al Helheim o Reino de Hel. Se trataba de un sitio oscuro y sombrío ubicado en las profundidades de Niflheim (reino de la oscuridad y de las tinieblas) en el que las almas vagan ociosas sin nada que hacer, una vez se entraba en él ni siquiera los dioses podían salir, a causa del interminable, inagotable e intransitable río Gjöll, que lo rodeaba, su entrada era custodiada por el sabueso Garm conjuntamente con el gigante Hraesvelg.

Mucho peor destino aguardaba a los asesinos, los mentirosos y los viles en general. El Náströnd o “Playa de los cadáveres” es un paraje de Niflheim lleno de serpientes venenosas y vapores nocivos. El temible dragón Níohöggr, además, se dedica a masticar a los condenados.

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