El alquimista Paracelso, que vivió durante la primera mitad del siglo XVI, afirmó haber inventado accidentalmente una pequeña criatura autónoma, una persona que al no alcanzar una dimensión, física y moral, convincente, fue llamado, por el mismo alquimista, homúnculo, no un hombrecillo sino un hombrejo o un hombroide.

El homúnculo se movía según su propia voluntad, se expresaba e incluso acabó convirtiéndose en el enemigo de Paracelso. Una historia que nos recuerda a la del doctor Frankenstein y su criatura traicionera, que escribiría Mary Shelley dos siglos más tarde, obviamente inspirada en el empeño de los alquimistas que, además de crear oro a partir del opus nigrum, querían crear también la vida.

Según contaba Paracelso el hombroide salió espontáneamente de un caldero burbujeante donde se cocinaban elementos tan dispares como carbón, mercurio, piel y pelos de personas y animales, y otros materiales que no revelaba, o lo hacía en clave alquímica, con una de esas fórmulas que hoy resultan indescifrables.

De todas formas aunque pudiéramos descifrar la fórmula y reproducirla, lo que saldría de ahí no sería un homúnculo sino una espesa y preocupante humareda.

El homúnculo de Paracelso sirvió para que los alquimistas, los médicos y los astrónomos, los científicos de entonces se pusieran a pensar en los mecanismos que utiliza la naturaleza para crear un cuerpo vivo y se concentraran en la observación aguda del fenómeno que, años más tarde, produjo el primer microscopio.

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