El profeta Jeremías, natural de Anatot, población al norte de Jerusalén, vivió en los últimos días de la desintegrada nación de Israel. Acertadamente, él fue el último profeta que Dios envió a predicar al reino del sur, formado por las tribus de Judá y Benjamín.

Dios había advertido a Israel que detuviera su comportamiento idólatra, pero ellos no escucharon, así que separó las 12 tribus en dos, enviando las 10 tribus del norte en cautiverio a manos de los asirios. Luego, Dios envió a Jeremías a Judá para darles la última advertencia antes de echarlos de la tierra, diezmando la nación y enviándolos al cautiverio en el reino de Babilonia.

Jeremías, un hombre fiel y temeroso de Dios, fue llamado a decirle a Israel que, por causa de no arrepentirse de su pecado, su Dios se había apartado de ellos y ahora estaba preparado para expulsarlos de la tierra por parte de un rey pagano.

No hay duda que Jeremías, quien sólo tenía unos 17 años cuando Dios lo llamó, tenía una gran lucha interna por la suerte de su pueblo, y él les suplicó que escucharan.

Es conocido como "el profeta llorón", porque lloró lágrimas de tristeza, no sólo porque sabía lo que iba a suceder, sino porque sin importar cuánto se esforzaba, el pueblo no escuchaba. No encontró consuelo de parte de nadie. Dios le prohibió casarse o tener hijos (Jeremías 16:2), y sus amigos le habían dado la espalda. Así que, además de tener la carga de saber del juicio venidero, también debió haberse sentido muy solo.

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