La lejía también sirve para eliminar manchas sobre tela blanca, sea cual sea su origen. Lo consigue porque es un potente oxidante, es decir, captura con avidez electrones.

De manera simplificada el color se produce porque la luz blanca incide sobre un material, los electrones de los átomos de ese material absorben un poco de su energía y devuelven la luz sin esa fracción de energía. Esta luz rebotada ya no será blanca, sino de color. Cada material tiene un color según la energía que sean capaces de absorber sus electrones. La lejía captura los electrones. Al no estar disponibles para absorber energía, la tela rebota todas las radiaciones visibles y se muestra blanca a nuestros ojos.

El efecto decolorante de la lejía lo descubrió el químico del siglo XVIII Claude Louise Berthollet. Fue designado director de la Manufacture des Gobelins, unos afamados talleres reales de fabricación de tapices. En su afán por mejorar los procesos de blanqueo probó a utilizar una disolución de un elemento que se había descubierto tres décadas antes, el cloro, pero aplicarlo en forma de gas era complicado y tóxico para los trabajadores. En poco tiempo se dio cuenta de que lo ideal era disolverlo en agua. Se instaló en Javel, un pueblo cerca de Paris, donde empezó a fabricar el producto, que bautizó como ‘agua de Javel’. El resultado del invento, ahora llamado lejía, fue magnífico. Tanto que hoy seguimos usándolo.

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