Los gatos en Egipto ocupaban un lugar sagrado en la cosmogonía del Imperio: considerados guardianes espirituales para los seres humanos, eran embalsamados y motivo de luto tras su partida a otro mundo.

Bastet fue quizá la diosa más cercana al pueblo egipcio en la Antigüedad. Se trataba de la deidad del amor y la compañía, la diosa, cumplía con la función de proteger los hogares y proporcionarles armonía y felicidad, y generalmente se representó en la forma de un gato. Por esta razón, a estos animales de compañía se les asociaron poderes divinos durante el esplendor del Imperio Egipcio.

Según la tradición oral egipcia por ello, los gatos eran considerados como manifestaciones terrenales de Bastet: sus enviados y mensajeros en la Tierra. Asesinarlos era un crimen de pena capital.

Cuando el gato de alguna casa fallecía, todos los miembros de la familia tenían que rasurarse las cejas en muestra de luto.

Quien matara a un gato merecía la pena máxima.

Las consecuencias variaban en severidad. Sin embargo, era común que los pobladores se organizaran para acribillar a la persona responsable.

Las penas podían ser tan violentas, que incluso otros ejércitos temían siquiera tocar a los felinos egipcios. Era bien sabido que los soldados persas, por ejemplo, preferían rendirse ante la milicia egipcia que lastimar a un gato. Más que un acto de respeto a la especie, este comportamiento respondía a un terror inoculado: sabían el destino que podría depararles

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