Cuando Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564) comenzó a pintar los frescos de la capilla Sixtina, en 1508, ya era un artista consolidado. La belleza sublime de la Pietà de San Pedro, realizada en 1499, lo había consagrado ya a los 24 años de edad como el máximo escultor de su tiempo. Desde ese momento se lo disputaron los grandes clientes.

En 1505, el papa Julio II quiso traerlo a Roma para que realizara su tumba, un grandioso proyecto que entusiasmó inmediatamente al artista. Sin embargo, entre ambos se produjo una ruptura clamorosa. El papa –contará Miguel Ángel en 1523– «cambió de opinión y ya no quiso hacerlo», y llegó a expulsarlo cuando el artista se dirigió a él para obtener dinero. Buonarroti abandonó Roma «por esta afrenta».

Pero el papa insistió en que Miguel Ángel trabajase para él y reclamó enseguida su vuelta a Roma para un nuevo proyecto: los frescos de la bóveda de la capilla Sixtina.

Pintada entre 1508 y 1512 por Miguel Ángel, sin ayudantes, esta es una de las obras pictóricas más complejas de toda la historia del arte. El artista diseñó una complicada arquitectura simulada donde incluyó el desarrollo de historias del Génesis, narradas desde el extremo del altar hasta la puerta de entrada de la capilla en más de 500 m² de espacio.

Las pinturas realizadas por Miguel Ángel en la capilla Sixtina fueron el símbolo de la pintura renacentista, el principio del manierismo.

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