En la ciudad de Molsheim, en Alsacia, Francia (una conflictiva región que por entonces pertenecía a Alemania) funcionó durante 30 años una fábrica que llevaba el nombre de su fundador, Ettore Bugatti.

Nacido en Milán el 15 de noviembre de 1881, había sido un niño prodigio, con un talento desmesurado para la mecánica. En esas tres décadas de actividad, salieron de la planta ocho mil unidades, hasta que cerró sus puertas en el año 1939.

Unas 1700 unidades se dice aún están en uso, unas 200 se exhiben en el museo de Molsheim. Son joyas codiciadas por los coleccionistas de todo el mundo, que han hecho de las Bugatti un objeto de culto.

Su padre, de nombre Carlo, era un genial diseñador de interiores, amigo de León Tolstoi y discípulo de John Ruskin, el crítico y teórico inglés.

Sus muebles de aire oriental, muy buscados hoy en día, prefiguran el modernismo de la Bauhaus.

Sus hijos fueron tan talentosos como él, Rembrandt el mayor, era un increíble escultor, especializado en figuras de animales. En plena gloria se suicidó inexplicablemente.

Tener uno de ellos no era solamente cuestión de dinero, había que ser moderno, poseer cierto espíritu deportivo y una dosis de audacia.

Varias de las innovaciones que introdujo en sus modelos aún se siguen usando, como la suspensión independiente y las válvulas de cabeza.

Murió en 1946, a los 66 años, sin enterarse que su fábrica, confiscada durante la Segunda Guerra Mundial le había sido devuelta legalmente.

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