El ojáncanu​ es un monstruo maligno de la mitología cántabra, personifica el mal y representa la maldad, la crueldad y la brutalidad. De carácter salvaje, fiero y vengativo, esta criatura habita en las profundas y lúgubres grutas de los parajes más recónditos de La Montaña y cuyas entradas suelen estar cerradas con maleza y grandes rocas.

Los más viejos contaban que daba miedo ver al Ojáncanu andar por encima de la nieve en las noches claras de enero. Se tiene la creencia de que los desfiladeros y barrancos han sido hechos por estos míticos personajes.

Este gigante antropomorfo posee un aspecto descomunal, con un único ojo similar a un cíclope, su voz es grave y profunda como un trueno. Todo su enorme cuerpo está cubierto por un pelo áspero y rojizo proveniente de la espesa melena y la barba, de donde le crece un pelo blanco, el único punto débil del ojáncanu. Suele tener diez dedos en cada mano y en cada pie, y dos hileras de dientes.

Se alimenta de bellotas, de las hojas de los acebos y de los animales y panojos de maíz que roba. Pero también come murciélagos y aves como las golondrinas, además de los tallos de las moreras, y suele hurtar a los pescadores las truchas y las anguilas.

Ente las maldades que le atribuye está el de derribar árboles, cegar fuentes, robar ovejas, raptar a jóvenes pastoras, destruir puentes, matar gallinas y vacas. Además, siembra el rencor, la soberbia y la envidia. A los recién nacidos se les protegía con ungüentos de agua bendita.

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