El 16 de agosto de 1977, la muerte de Elvis Presley, de 42 años, estremeció el mundo. Miles de seguidores se agolparon en su mansión Graceland, en Memphis (EE UU), mientras las líneas telefónicas se colapsaban en la ciudad y las floristerías se quedaban sin género. Muchas emisoras del planeta dedicaron los siguientes días a pasar nada más que su música.

Desde que se había separado de Priscilla Presley, en octubre de 1973, la vida Elvis fue barranca abajo. Cuando no andaba metido en giras extravagantes e interminables, compraba coches, joyas o vivía encerrado en su mansión hipotecada de Graceland, donde leía libros sobre artes marciales y espiritualidad. Los '70, a nivel musical, marcaban un cambio de época y sus discos se vendían cada vez menos. Por esos años, Elvis parecía inoportuno. No pasado de moda sino algo lejano.

Además de falta de liquidez económica, sus conciertos eran cada vez más penosos. Las críticas, feroces. Escribían que estaba gordo, adormilado, ido, que no vocalizaba, que tartamudeaba, que olvidaba las letras de las canciones o simplemente las cambiaba de modo grotesco. Se comportaba erráticamente: lo mismo hacía una exhibición de kárate en mitad del show que iniciaba una guerra de pistolas de agua con sus coristas.

Más allá de eso, su fallecimiento sacudió al mundo. Elvis ya era todo un ícono popular. Excesos de todo tipo le habían generado diversos problemas de salud, que derivaron finalmente en su muerte.

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