Solo tres días después de la explosión de Hiroshima, el 9 de agosto de 1945, los Estados Unidos de América detonaron una bomba aún más potente.

El blanco primario era la ciudad de Kokura, pero el humo creado por bombardeos anteriores hizo que el avión volara hacia Nagasaki.

La segunda bomba, basada en el plutonio, estalló a 500 metros de altura con una potencia equivalente a la de 21.000 toneladas de TNT. En aquella explosión las cifras de víctimas fueron unas 100.000 en el momento y otras 10.000 en los años posteriores.

El 15 de agosto de 1945, tras la explosión de las dos bombas atómicas y mientras Estados Unidos preparaba sus próximos bombardeos nucleares, el Emperador Hiro-Hito anunció la rendición incondicional de Japón, citando el poder destructivo de las bombas atómicas.

Para los supervivientes, la rendición no hizo más que marcar el comienzo de una nueva odisea. Los muertos fueron víctimas de la onda de choque, de la explosión de calor y de la radiación liberada en el momento de la detonación, que les causó el llamado síndrome de irradiación aguda (ARS).

Pero los supervivientes hicieron frente a otras amenazas: aparte de quedar huérfanos, heridos, mutilados y sin hogar, muchos quedaron afectados por la radiación.

En primer lugar fueron marcados y rechazados porque se pensaba que la radiación podía ser contagiosa (se les llamaba los Hibakusha), y también se decía que habían quedado condenados a tener una descendencia con malformaciones.

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