Fuego griego era el nombre que se le dio a dos tipos de armas incendiarias, una de la Edad Antigua y otra de la Edad Media.

La primera estaba basada en el reflejo de la luz solar, siendo empleada en el siglo II a. C. durante el asedio de la ciudad griega de Siracusa.

La segunda estaba basada en una sustancia incendiaria utilizada por el Imperio bizantino. Fue creada en el siglo VI, aunque su mayor uso y difusión se daría tras las primeras cruzadas (siglo XIII), como arma naval.

El poder del arma venía no sólo del hecho de que ardía en contacto con el agua, sino de que incluso ardía debajo de ella. En las batallas navales era por ello un arma de gran eficacia, causando grandes destrozos materiales y personales, y extendiendo, además, el pánico entre el enemigo: al miedo a morir ardiendo se unía, además, el temor supersticioso que esta arma infundía a muchos soldados, ya que creían que una llama que se volvía aún más intensa en el agua tenía que ser producto de la brujería.

El motivo por el que se desconoce su composición es muy simple: la marina bizantina de la Alta Edad Media era, por mucho, la dueña del Mediterráneo oriental, y en la posesión del fuego griego estaba una de las claves de su superioridad, de manera que esta arma se consideraba secreta.

Aunque la destructividad del fuego griego es indiscutible, no hizo que la armada bizantina fuera invencible. Sus limitaciones eran significativas en comparación con las formas más tradicionales de artillería

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