Una auténtica « arma perdida » es el fuego griego que empleó el Imperio bizantino en varias ocasiones entre los siglos VI y IX, para defender a Constantinopla de los musulmanes atacantes. Constantinopla podría haber caído a no ser por el fuego griego, y los musulmanes podrían haberse apoderado de una Europa débil y dividida. Hasta hoy no sabemos precisamente cuál era la fórmula. Todo lo que sabemos es que ardía con mayor violencia cuando estaba mojado y que podía flotar hacia los navíos de madera del enemigo.

La mezcla fue inventada supuestamente por un refugiado cristiano sirio llamado Calínico, originario de Heliópolis. Algunos autores piensan que Calínico recibió el secreto del fuego griego de los alquimistas de Alejandría.

El poder del arma venía no sólo del hecho de que ardía en contacto con el agua, sino de que incluso ardía debajo de ella. En las batallas navales era por ello un arma de gran eficacia, causando grandes destrozos materiales y personales, y extendiendo, además, el pánico entre el enemigo: al miedo a morir ardiendo se unía, además, el temor supersticioso que esta arma infundía, creían que una llama que se volvía aún más intensa en el agua tenía que ser producto de la brujería.

El motivo por el que se desconoce su composición: la marina bizantina de la Alta Edad Media era, con mucho, la dueña del Mediterráneo oriental, y en la posesión del fuego griego estaba una de las claves de su superioridad, de manera que esta arma se consideraba secreta.

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