A los pocos días de acceder al trono, Enrique VIII (1491-1547) anunció su intención de casarse con Catalina de Aragón. Aunque tenía solo 17 años, era consciente de la importancia de la cuestión dinástica. Ansiaba dos cosas: un heredero varón y la gloria personal.

Dejó huella en el continente por el cisma religioso y el posterior aislamiento de Inglaterra, un quiebro decisivo en la historia del país al que se vio abocado por el fracaso dinástico de su matrimonio con Catalina. El matrimonio solo tenía una hija, María, y la idea de que una mujer reinara, algo inédito en Inglaterra, era inconcebible.

Apeló a Roma para que anulara el matrimonio. Los papas normalmente se plegaban a las peticiones reales de este tipo, pero Clemente VII se encontraba bajo el yugo de Carlos V, que lo había hecho prisionero tras el saqueo de Roma y que no estaba dispuesto a que la princesa María, prima suya, fuera desheredada.

Ante la negativa de Clemente VII, Enrique VIII decidió romper con Roma. Se hizo con dictámenes favorables a su divorcio y aprovechó el descontento del clero secular inglés por la excesiva fiscalidad papal y por la acumulación de riquezas en manos de las órdenes religiosas para hacerse reconocer jefe de la Iglesia de Inglaterra.

En 1533 fue coronada reina Ana Bolena. El papa Clemente VIII respondió con la excomunión del rey, a la que Enrique VIII opuso el cisma de la Iglesia de Inglaterra, aprobado por el Parlamento: Ley de supremacía de 1534.

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