Las cuevas de Altamira albergan una de las mayores manifestaciones de arte rupestre del "Homo sapiens sapiens" llevadas a cabo en el período magdaleniense, el último del Paleolítico Superior, entre el 14 000 a.C. y el 9 000 a.C..

Estos homínidos de nuestra misma especie, organizados en bandas de cazadores y recolectores decoraron más de 270 metros de estas grutas cántabras con bisontes, caballos, ciervos, manos y otros símbolos diversos.

A la cueva de Altamira le corresponde el privilegio de ser el primer lugar en el mundo en el que se identificó la existencia del Arte Rupestre del Paleolítico Superior.

Altamira fue también un descubrimiento singular por la calidad, la magnífica conservación y la frescura de sus pigmentos. Su reconocimiento se postergó un cuarto de siglo, en una época en la que resultaba de difícil comprensión para una sociedad, la del siglo XIX, inmersa en rígidos postulados científicos.

La cavidad fue descubierta por un lugareño, Modesto Cubillas, hacia el año 1868. Acompañado por Cubillas, Marcelino Sanz de Sautuola visitó por primera vez la cueva en 1875 y reconoció algunas líneas que entonces no consideró obra humana.

Sautuola, que tenía una amplia formación en Ciencias Naturales y en Historia, decidió emprender sus propios trabajos en las cuevas de Cantabria. Acompañado por su hija María volvió a Altamira en 1879. Será la niña la primera en ver las figuras en el techo de la cueva.

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