Cualquier sustancia antifúngica o antimicótica sirve para evitar el crecimiento de algunos hongos, o incluso provocar su muerte. Algunos hongos son beneficiosos, como los de la levadura del pan o fermentadores de alimentos, pero otros pueden originar enfermedades.

Es entre 1940 y 1960 cuando se logran antimicóticos efectivos, gracias a la experimentación con benzinidazoles.​ Una línea de investigación aparte, sobre seres vivos, conduce a finales de los 50 a la aplicación de anfotericina B en humanos, convirtiéndose en el patrón de todos los nuevos antifúngicos descubiertos desde entonces.

La mayoría de antimicóticos son de aplicación tópica, pero algunos de ellos son de gran importancia por poder ser inyectables, ya que esto permitió combatir enfermedades que hasta entonces eran mortales.

El principal problema de este tipo de medicamentos, es que la persona sobre la que se aplica puede generar resistencia al mismo. El uso de productos, dosis o tiempos de administración inadecuados, facilitan la adaptación del hongo, que se hace insensible al antifúngico que antes le impedía crecer. El médico tiene el doble reto de tratar infecciones cada vez más resistentes, y evitar la aparición de nuevas resistencias en la comunidad.

Ejemplos de medicamentos antimicóticos son: clotrimazol, miconazol o econazol (tópicos); flucitosina (años 70), ketoconazol (años 80), fluconazol e itraconazol (años 90). Aún a principios del siglo XXI se siguen descubriendo nuevos antimicóticos.

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