A lo largo del Sistema Solar vuelan miles de millones de fragmentos de roca, algunos gigantescos, otros del tamaño de apenas un guijarro. La mayoría se encuentra en el llamado Cinturón de Asteroides (en una órbita a medio camino entre Marte y Júpiter), pero de vez en cuando uno salta de allí, sale disparado hacia el exterior. Y uno entre unos cuantos millones de los que toman este camino entra en trayecto de colisión con la Tierra.

El 28 de junio de 1911 a las 9 de la mañana hora local una luz se precipitó desde los cielos en el distrito de Abu Hommos, en Egipto. De acuerdo con la leyenda, uno de sus fragmentos cayó directamente sobre un desafortunado perro que habría sido pulverizado en un instante. En su momento no se encontraron restos del animal (aunque si el trozo era lo suficientemente grande bien habría podido haberse vaporizado), pero el asunto se convirtió en una especie de leyenda del mundo de la astronomía.

Cabe aclarar que el meteorito de Nakhla no venía directamente del cinturón de asteroides, sino que se originó en Marte cuando otro cuerpo (esta vez sí proveniente del cinturón de asteroides) golpeó su superficie. Y aquí es donde está lo interesante del asunto: las muestras de los meteoritos indicaron varias cosas de la superficie marciana que apenas vendrían a confirmarse décadas después, en particular, la presencia de agua.

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