Poco después de las dos de la tarde del 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet supo que Salvador Allende estaba muerto en el palacio de La Moneda.

Sus cómplices le dieron la noticia en inglés, para evadir "interferencias": Allende committed suicide!, exclamó un almirante, con su acento cantinfleado. Pinochet entonces respondió con un sofisticado análisis de lo que había que hacer: "Que lo metan en un cajón, lo suben a un avión, junto con la familia, y lo entierran en otra parte, en Cuba, si no, vamos a tener una media pelota p'al entierro!".

El estratega concluye su análisis político con lo que se avecina después de la muerte de Allende: "Se muere la perra, se acaba la leva"

Ésta no es una frase aislada, sino la piedra angular de la estrategia de vida de Pinochet, en la que siempre hubo un lugar primordial para el cálculo y en esto reside su tétrica genialidad acerca de la muerte de otros. Pero en sus cálculos no solamente tenía lugar para la muerte, sino para lo que pasa después de la muerte; es decir, para lo que pasa con los cuerpos que quedan.

La muerte y el cadáver de Allende lo preocuparon lo suficiente como para ordenar que se le diera al presidente un entierro secreto en una tumba anónima, lejos de Santiago, para que no se convirtiera en un lugar de peregrinación y de homenaje.

Pinochet estaba consciente al morir (porque murió lúcido, por suerte) de que la leva que tanto odiaba todavía, nunca la pudo matar de verdad.

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