Una magistratura, en la Antigua Roma, fue un cargo y conjunto de atribuciones con las cuales se investía a un ciudadano para que desempeñara determinadas funciones relacionadas con la administración y dirección política de la ciudad.​

Los cónsules desempeñaban todas las funciones que habían sido propias del rey. Tras la expulsión del último monarca, Tarquinio el Soberbio, el poder pasó a manos de la aristocracia de las gentes latinas, es decir de los patricios, los grandes propietarios de la tierra.

Tenían amplios poderes durante el período que estaban en el cargo; podían convocar al senado y eran los comandantes supremos del ejército. La aristocracia estableció una serie de medidas limitantes al poder de los nuevos oficiales: cada uno tuviera veto sobre las decisiones del otro, intercessio; gobernaban solo por un año; las penas o castigos podían ser apeladas ante las asambleas del pueblo y, una vez terminado su mandato, eran responsables de los actos contrarios a la ley que hubiesen podido cometer en el cargo.

Con el tiempo, las funciones de los cónsules se disgregaron en una serie de nuevas magistraturas, como la cuestura, la censura, la pretura urbana, la edilidad y la pretura peregrina. Todas ellas compartían las características de ser colegiadas, temporales y responsables.

Dichas magistraturas constituían el gobierno regular de la ciudad y por ello eran llamadas ordinarias, frente a la dictadura creada para períodos de crisis.

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