La Revolución Francesa comenzó en mayo de 1789 cuando se abolió el Antiguo Régimen en favor de una monarquía constitucional.

Su sustitución en septiembre de 1792 por la Primera República Francesa condujo a la ejecución de Luis XVI en enero de 1793 y a un largo período de agitación política. Esto culminó con el nombramiento de Napoleón como Primer Cónsul en noviembre de 1799, que generalmente se toma como punto final. Muchos de sus principios se consideran ahora aspectos fundamentales de la democracia liberal moderna.

Si bien, después de que la Primera República cayera tras el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte, la organización política de Francia durante el siglo XIX osciló entre república, imperio y monarquía constitucional, lo cierto es que la revolución marcó el final definitivo del feudalismo y del absolutismo en ese país,​ y dio a luz a un nuevo régimen donde la burguesía, apoyada en ocasiones por las masas populares, se convirtió en la fuerza política dominante en el país.

La revolución socavó las bases del sistema monárquico como tal, más allá de sus estertores, en la medida en que lo derrocó con un discurso e iniciativas capaces de volverlo ilegítimo.

Según la historiografía clásica, la Revolución francesa marca el inicio de la Edad Contemporánea al sentar las bases de la democracia moderna, lo que la sitúa en el corazón del siglo XIX. Abrió nuevos horizontes políticos basados en el principio de la soberanía popular.

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