Tertuliano, un cristiano que vivió entre los siglos II y III d.C., critica los cultos romanos paganos de encender luminarias durante los festivales de invierno.

Los romanos adornaron las calles durante las Saturnales, pero fueron sobre todo los celtas quienes decoraron los robles con frutas y velas durante los solsticios de invierno. Era una forma de reanimar el árbol y asegurar el regreso del sol y de la vegetación. Desde tiempos inmemoriales, el árbol ha sido un símbolo de la fertilidad y de la regeneración.

El cristianismo adoptó y transformó estas costumbres paganas ante la imposibilidad de erradicarlas. En el siglo VIII había un roble consagrado a Thor en la región de Hesse, en el centro de Alemania. Cada año, durante el solsticio de invierno, se le ofrecía un sacrificio.

El misionero Bonifacio taló el árbol ante la mirada atónita de los lugareños y, tras leer el Evangelio, les ofreció un abeto, un árbol de paz. A partir de entonces se empezaron a talar abetos durante la Navidad y por algún extraño motivo se colgaron de los techos.

Martin Lutero puso unas velas sobre las ramas de un árbol de Navidad porque centelleaban como las en la noche invernal. Dos ciudades bálticas se disputan el mérito de haber erigido el en una plaza pública: Tallin (Estonia) en 1441 y Riga (Letonia) en 1510. Unos comerciantes locales instalaron un abeto en la plaza del mercado de Riga, lo decoraron con rosas artificiales, bailaron a su alrededor y finalmente le prendieron fuego.

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